Cuando te beso, en mi cabeza no hay música, ni un
solo ruido que perturbe el silencio del espacio. Me concentro en sentir tus
labios sobre los míos, en sentir y saborear tu lengua que horada las tinieblas
de mi espíritu; retengo en mi cuerpo la suave presión de tus manos frías que me
sacuden todo, imaginando tus ojos desnudos recorriendo mis temores. Tus besos
son la clara sensación que una pieza de un Katrin Möller o un Ljuba Popovic
tratan de reflejar en esa maraña de colores y ritmos.
Veo en tu mirada seductora la imagen de la
depravación, imagen que me insta a pasear mis manos en la soltura de tu
cabello, por la brevedad de tu cintura y la tenue algarabía de tus senos de
niña, dejando que mi lengua llegue a cada rincón de tu nombre para hacerlo
sucumbir al más indescifrable de los infiernos. ¿Me matarías si lo intentara? ¿Detendrías
mis labios en esa loca ventura hacia el frenesí? Me enloqueces, y lo sabes.
José J. González
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