Bienvenidos todos sean. Después de entrar ya no hay que mirar hacia atras.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Iter Cósmicum



Había, según dicen, un Eón perfecto, supraexistente, que vivía en las alturas invisibles e innominables.
(Ireneo de Lyón; Contra las herejías)





El viajero que camina fuera de casa, lejos de sus tierras, anda con la cabeza baja, con la barba larga que le llega hasta los pies. Lleva los pantalones rotos, un abrigo viejo y roído por los roedores y polillas. Desde el primer día que emprendió su viaje ha cambiado de forma, primero fue un enorme perro blanco, grande y majestuoso, luego paso a ser un hermoso caballo glauco de cascos áuricos, tiempo después fue nube, una nube que hizo de la tierra fértil hogar para su semilla de hombre.
            Camina sin rumbo fijo; aunque algunas ocasiones se deja guiar por las aves que alumbran el cielo con sus luces de plata, él las mira nostálgico y piensa en su tierra, en su familia y en sí mismo. Se toca el rostro con ambas manos y se da cuenta que de sus ojos surgen fragantes plantas que empezarán a enredársele por todo el cuerpo. Muy pocas veces se detiene a comer, pues su único alimento se encuentra en la lluvia que algunas veces le cae tempestuosamente. Tiene miedo de sentarse, pues la última vez que lo hizo ya no podía levantarse.
            Cierta ocasión, en su andar, se encontró con un niño que era gigante, pues media más de dos metros. Ambos anduvieron largos años sin dirigirse la palabra. A veces este niño parecía empequeñecerse, pero sucedía todo lo contrario. Los dos se comprobaron solos y cada uno decidió seguir por su propio camino. El viajero se fue al norte, donde habitan las mujeres más hermosas de La Buenaventura. Estuvo muy cerca de la luna y su brillo, muy cerca de las esferas y su música supra-celeste.
            Viajero presenció, ahí, la muerte de uno de los grandes señores. Fue testigo de las oraciones fúnebres, de las flores que adornaban el campo de vidrio y diamante. Observó detenidamente el cuerpo delgado, pálido, del que antes había sido un señor. Siguió a la carroza que era tirada por grandes cerdos domesticados. Se deleitó con los colores de las máscaras que portaban los dolientes. Quiso tocar la túnica gastada del sacerdote que no paraba de masturbarse frente al cadáver. Probó de aquella carne que los demás comían el día del entierro. Se arrodilló por unos segundos para besarle la vulva a la viuda.
            Ha saltado de planeta en planeta, de constelación en constelación. Vivió un tiempo sobre las rojas aguas de los mares donde terminan de descomponerse los cuerpos fétidos de los animales sacrificados a deidades desconocidas; durmió de pie al lado de los grandes elefantes de un solo ojos y tres marfiles; se bañó en la leche de las doncellas vírgenes que estaban al servicio de un rey ciego, sordo y mudo. Se anduvo paseando con una hermosa mujer lisiada, carente de cuerpo. A decir verdad, vivió con ella un tiempo indefinible, formó una segunda familia que constaba de tres hijos, uno era un caballo, el otro un roedor con patas de castos, y el tercero una gran huevo, que de uno de sus lados sobresalía un gigantesco árbol que daba hogar a centenares de aves de invierno.
            Este hombre dialogó con el mercurio, con la plata y el ajenjo. Comió en la misma mesa donde se sientan las estrellas y cometas; se prendió de la velocidad de una viajera nova estelar. Fue cobijado con el manto de la noche terrible cuando cierra sus fauces como león agradecido. Pero a pesar de todo esto, hay algo que no le satisface del todo, llora por las noches lágrimas floreadas que le han pertenecido a los primeros animales de barro; su condición de hombre y mujer le hacen sentirse solo, a pesar que son dos personas en una, unidas por el acto quirúrgico de un Dios sin corazón.
            El viajero se siente polvo al tiempo que se respira como ceniza. Vaga con la cabeza agachada. Se mutila poco a poco la carne que le vuelve a crecer, e incluso más hermosa que antes. Derrama su sangre sobre los ríos de titanio y zinc, sobre la paleta de los pintores, sobre las hojas de escritores con ojos melancólicos.
            Como todo buen viajero, pronto ha de dibujarse en el pecho el signo del viaje eterno, sentarse sobre el gran círculo que contiene los dos triángulos de la creación y cerrarse a la sustancia dual de Abraxas. El número volverá a la Unidad. Podrá seguir su camino en el más alto de los espacios, podrá enterarse que su familia habita en él, pues bajo este punto todo son Uno y Cero.
            Cero y Uno
            Uno y Cero   
           

José J. González
Derechos reservados
La imagen y el texto aparecen por vez primera
 en la revista electrónica La pluma en la Piedra

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Surula




 

Vertedero
Acrílico sobre cartón
José J. González









[(a=b) (b=c)] → (a=b)
Arquímedes

A Dulce Thalía
a Pierre Menard


Cuando giro a la derecha pudo contemplar el lado izquierdo de ella; ambas se dirigieron una rápida mirada. El vestido rojo de la primera le iba bien a la segunda; la blusa de la segunda combinaba con el color de los labios de la primera.

Úrsula llevaba consigo un libro de cuentos –el título ahora no lo recuerdo–; con asombro miró que la otra tenía en su poder el mismo objeto. De inmediato le asaltó un sentimiento de extrañamiento, lo mismo podía notarse con la otra. Surula se sentó sin quitarle los ojos de encima a aquella extraña que le inspeccionaba. Ella siempre había sido una mujer como todas las demás, tenía una vida hecha; exitosa mujer de negocios; madre de dos lindos hijos, uno de ocho y el otro de diez. «¿Cómo?».

[…]

Esa mañana Surula, después de haber dejado a sus hijos en la escuela se encaminó para el supermercado. Su blusa blanca jugaba con el leve viento que de hora en hora le alborotaba el lacio cabello. Sus labios rojos y frescos resaltaban de su blanca y limpia piel […].

Úrsula interrumpió su lectura; nuevamente volteó hacia la derecha y con asombro vio que la otra, veinte lugares más allá, hacia lo mismo. En ese momento tuvo ganas de levantarse y marcharse sin decir palabra alguna, pero hacerlo hubiera sido darle mucha importancia a la presencia fastidiosa de su vecina.

Una leve ventisca cruzo el pasillo.

Ella sabía que aquel día le pertenecía, sin quehaceres, sin niños que atender; en fin, un día de descanso, ella sabía que esos días ocurren muy raramente. «Muy raramente». La vecina, pudo ver Úrsula de reojo, mantenía toda la atención en su lectura. «¡Qué carajo con esta mujer!».

De momento, de un lugar extraño y desconocido corrió un ventarrón. El cabello de las dos se alborotó al instante y, además, sin que ni una de ellas se diera cuenta, el viento había adelantado algunas páginas de sus respectivos libros. Pasado este peculiar accidente, y después de haberse acomodado el pelo, las dos continuaron en lo suyo.

Cuando giro a la izquierda pudo contemplar el lado derecho de ella; ambas se dirigieron una rápida mirada. El vestido rojo de la primera le iba bien a la segunda, la blusa de la segunda combinaba con el color de los labios de la primera.

Úrsula se dio cuenta que el viento había adelantado sus páginas por un desconocido capricho. Inmediatamente empezaba a regresarlas una por una. Una sensación difícil de explicar le empezaba a poner nerviosa. Se detuvo. Y, ahora, sin ninguna razón aparente, comenzó a saltarse algunas hojas para que al fin se detuviera a leer. Surula interrumpió su lectura; nuevamente volteó hacia la izquierda y con asombro vio que la otra hacia exactamente lo mismo.

Se detuvo. Algo dentro de ella le decía que esta parte del cuento le era familiar. Sin embargo continuó leyendo. Surula se levanta de su lugar, del bolso que tiene a su derecha saca el tenedor que ocupa para el desayuno y con paso sigiloso y ocultando en la espalda el instrumento, se dirige a su vecina; la intención es más que clara, harta de la presencia fastidiosa de esta mujer le piensa dar muerte. La otra no entiende el peligro de su situación, permanece sentada y […].

El bolso está ahí, a la izquierda. Ha sido abierto y de su interior algo se ha tomado. «Creo que lo dejé en casa».

Úrsula cierra su libro. Se levanta, no se le ocurre mirar a su derecha, simplemente se levanta; guarda su libro, toma su bolso. Se acomoda la falda roja y la blusa blanca y se marcha con cierto aire presuroso, como si tratará de escapar de alguien.

Mientras tanto, a la distancia, la otra sigue en su lectura. Pudo advertir de último momento lo que estaba por suceder y ante eso no tuvo más opción que la carrera. Sólo requerimos –se dijo Surula– de un espejo; el juego después se dará por sí mismo; el juego a veces tiene una extraña forma; y mira que te lo digo yo.

José J. González

viernes, 23 de noviembre de 2012

Te regalo mis viajes...



 


 








Fotografía tomada cerca del volcán "El nevado de Toluca" el día 3 de noviembre del 2012 a las 7:12 am
José J. González 



  Te regalo mis viajes
cada uno de ellos, todos, en su totalidad
las calles por las que he caminado
las rocas que he pisado en tardes de insomnio
aquella luna chiapaneca de dorados gestos
el aletear de los árboles cuando hace viento
            cuando tienen frío y se duermen abrazados rama a rama
            canto a canto

Te obsequio las semillas que me colgué en los bolsillos
            el polvo que alumbró la lluvia
            el polvo que se impregnó a mi rodillas por tantos tropiezos
            el sabor de un buen café
            el calor de un fuego en medio de la noche
            las fotografías de cada lugar que me resguardaba

Cada partícula de las flores que arrancaba en nombre de tu recuerdo futuro
            cada suspiro de cansancio por encontrar alimento
            cada río contenido en un vaso
                        vaso del que bebí hasta calmar mi sed de siglos
            cada ave de paso que me traía un color diferente
                        color a piedras-turquesa
Te regalo cada mañana fresca y el rocío de los vientos delicados
            la magnificencia de profundas barrancas
                        un viaje durante días completos
                        noches de sereno
                                   noches de silencio
                                   silencio de las noches.

Te regalo mis viajes
            Todos, cada uno de ello
Pero además de eso
            Te regalo mi compañía para volver a emprenderlos.


José J. González
           

martes, 20 de noviembre de 2012

Poema I



Mi amor por ti
                es como las olas del poderoso Océano
                como el viento de un sol de mercurio
                el sabor indeleble de tus labios sumergidos en éter
                aroma calmo del frágil ungüento de tus manos
                lento fotograma de millares de aves

Mi amor por ti como
                el batiente suero de una noche de Saturno
                fragmento cincelado de una mano de seda
                estatúa de mármol que cabe sobre mis ojos de vida
                archipiélago sentado en el fondo de mi alma
                de tu alma, nuestra alma
                de mi cuerpo, tu cuerpo
                                               nuestro
                                                               nuestro, nuestro cuerpo

Mi amor por ti
                un metalenguaje del corazón-vena
                infinita muerte del olvido
                del aullido dorado que proclama tu nombre
                tu nombre argumentado por la llama de Syrius
                del genoma y pleroma dividido por la unidad pitagórica
                fragante sombra de humo
                humo de sombra fragante

Por ti mi amor
                canto tercero del otro lado
                poema segundo de un alto arzor
                figurita de almíbar
                figurita de almíbar
                figurita de almíbar
¡Oh, mi mujer de la tribu desbandada!  
               


José J. González
Derechos reservados