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lunes, 10 de septiembre de 2012

Del libro de las revelaciones


Al frente, como rey, llevan al ángel del Abismo, cuyo nombre en hebreo es Abadón y en griego Apolión

(Juan; Apocalipsis 9: 11)

 

El aliento angélico ha soplado cinco veces, cinco veces ha puesto sus labios en el frío argento áurico sagrado; la música que mana del precioso instrumento es el de un prolongado dolor que antecede a la penumbra de los cielos. Cinco veces se ha dicho el nombre secreto del Unus. Eio conforma y destruye, son sus dos principios básicos. El hombre ha nacido y tendrá que morir. Mientras tanto,  Él observará todo desde su gran ventana con ojo estúpido.

            El hombre no comprende que de esta música arcana se desprende del universo la estrella bendecida por la mano del Padre, para penetrar en la carne de nuestra Madre de polvo. El astro maravilloso ha venido viajando desde que la segunda no sólo fue consonante, sino también creación y hogar abierto. Cuatro luces han anunciado el quinto resplandor, y éste viene acompañado de las llaves que abrirán las ropas vírgenes de la Madre; la estrella se adentrará en el abismo eterno recién violado, calmara su sed y fiebre en las aguas antes dulces. Pocos hombres contemplarán jubilosos el coito cósmico, pero los otros más, que son muchos, cantidades de millares, temerán por estar marcados como bestias de corral.

            El número resultante de la cifra divina es nueve, nueve serán los doce mil, doce mil serán los salvados de cada una de las doce familias. Nueve se esconderán para salvarse de la ira injusta de quien desconoce la dualidad necesaria. Nos damos cuenta que el Castigo no entiende la naturaleza del hombre. Sean, pues, infelices esos nueve. El Padre volverá a devorar a sus hijos, porque nuevamente tiene miedo de ellos, pero está vez dejará con vida a los débiles, creyendo encontrar en ellos la fortaleza para un nuevo inicio.

            Entonces una gran humareda se elevará al cielo cubriéndolo todo, devorando del sol sus rayos. Los ojos de los ancianos se oscurecerán al momento, las viejas gritarán desde sus delirios; Él, que no comprende nada, escuchará blasfemias, asquerosas palabras que agusanaran sus mantos glaucos y albúreos. Quien pida perdón será condenado, le será arrancada la lengua desde raíz. Sólo los débiles pedirán perdón, creyendo que así la furia alimentada por la incomprensión llegará a su fin. Cosa que no es cierta, porque no se trata de furia, sino de capricho lo que actúa en sus manos.

            Del abismo se levantarán grandes langostas multiplicadas en cantidades inimaginables. Cubrirán el cielo entero con su batir desencadenado de alas. El Capricho les ordenará que aflijan al hombre como lo harían las plagas de alacranes. Cinco meses estarán sobre las ovejas marcadas, brindarán de dolor la carne de aquellos que “han salido” para entrar, de aquellos que han caído para subir aún más alto.

            El sadismo será tal, que se negará al hombre la propia muerte, la buscará y no la hallará durante cinco eternos meses, tiempo que sufrirán las implacables picaduras de las langostas. La carne de los hombres que han abierto los ojos será prometeica. 

            Los valientes se enfrenarán con estas monstruosidades. Tratarán de arrancarles de la cabeza las coronas que adornan sus cabellos femeninos. Se defenderán, pues han de demostrar que no son débiles, que no son objetos que se pueden desechar tan fácilmente. Crearán escudos que sean tan resistentes como aquella coraza que les cubre los equinos pechos a aquellas langostas. Se buscará cortarles la cola de alacrán, siendo ésta su principal arma de guerra y tortura.  

            Ya dos veces Él ha sido confrontado, la primera en su propio reino, cuando los eones templaron porque presentían su caída. La segunda, en la tienda de uno de nuestros primeros padres (Jacob). Sea esta nuestra esperanza de triunfar sobre los caprichos injustos de quien desconoce la dualidad creadora del hombre. Este dios que alguna vez idolatramos tiene miedo, lo podremos sentir cuando veamos desencadenados a los cuatro ángeles del rio Éufrates.

José J. González
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