Bienvenidos todos sean. Después de entrar ya no hay que mirar hacia atras.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Poema violento II

En ocasiones hasta los dioses lloran, porque han perdido la curvatura de las ondas luminosas, o porque el rugido de las fieras y quimeras les han infundido miedo. Entonces quieren correr y quedarse atrapados en el lente de alguna lupa descompuesta para fragmentarse en millones de rocas y polvo espacial. Luego se sienten miserables cuando comparan su natura con la humana. Se comen los dedos y fingen no saber nada de su muerte y futura resurrección
Mientras tanto, yo odio a los fénix y toda ave, sea gallina, paloma o golondrina, porque siempre levantan el vuelo y se re-crean y re-nacen. El hombre que no sabe que hacer con su vida pide la eternidad para averiguar. Una y otra vez se levantan de las cenizas como si nada ocurriese, pero son más miserables, sólo se salva el que se destruye sin esperar a resurgir. Por ello, algunas flores lloran y se mojan las hojas.
Soy muy joven para escribir mis frases celebres, soy muy joven para decir que soy poeta. De vez en cuando la bestia se convierte en objeto, pero no por eso deja de ser lo que nació. Se siente con el corazón en la hoja y empieza a borrarse, simplemente camina para no ser visto. Se esconde. En ocasiones hasta los dioses lloran. Yo sigo escribiendo y también lloro, pero eso no me hace dios, sólo me hace más humano en cuanto a lo que era desde antes.
Aborrezco a los gigantes, aborrezco a Polifemo, a Willi la ballena, a Gulliver, no por un complejo de inferioridad sino porque hay días que despierto sintiéndome King Kong y me siento inservible. Hasta los dioses lloran. Todo surge de las piedras y de algún intento de blancura. Se de antemano que soy un estúpido que mis manos son martillos, que el pan se ha quemado y nos da señales de humo.
Todos somos los pordioseros del cosmos; hago versos libres, muy libres, con una estructura no-estructura que parecen párrafos y no comunico nada. Surge una máquina invisible y todos pertenecemos al nuevo orden de las cosas. Yo pertenezco aunque quisiera dejar de pertenecer.




José J. González


Poema escrito el día 22 de marzo de 2009


Derechos reservados




Una noche cualquiera

Con alguna referencia a Theodor Adorno




Aquella noche, por primera vez en demasiado tiempo, me había decidido a salir; mi mente requería de aire fresco fuera del tufo de los libros de hojas amarillas, fuera del polvo que de vez en diario se le impregnaba a mis cuadernos de escritura. No tenía una idea clara de a dónde dirigirme, ni mucho menos qué hacer. No tenía amigos a quienes visitar; el único lazo que me ataba a la sociedad era Lizza, mi compañera y esposa. Ella siempre un ser sociable, carismático, alegre y con un paso de koala que desde el primer día que la vi me dio curiosidad.
Esa noche Lizza había salido con unas amigas a beber chocolate; yo, como siempre, me quedé en casa, escuchaba algunas piezas de Bach mientras me hallaba recostado en un viejo sillón que tengo en la biblioteca. Dos meses antes había leído a Sade; las primeras veces que lo leí me excitaba de sobremanera, pero ahora ya no sucedía lo mismo, su prosa me parecía un tanto humorística, reía a carcajadas cuando me topaba con alguno de sus exagerados pasajes. Lizza sabía muy poco de estas lecturas; ella odiaba que leyera día y noche, yo también me odiaba, pero era imposible dejar de leer de un momento a otro.
El caso es que después de aburrirme, tomé la decisión de salir a dar la vuelta. Fui al armario y tomé una chaqueta; era miércoles de diciembre, tres días antes de mi cumpleaños; afuera hacía frio. Lizza se había llevado el auto, y aunque no lo hubiera hecho yo me hubiese ido caminando. Es muy molesto andar en automóvil. No puedes pensar mientras conduces, porque o piensas o conduces, así de simple. Caminé todo progreso hasta Buenavista, me detuve por algunos instantes; me coloqué los guantes que llevaba en la bolsa derecha de la chaqueta. Seguí mi camino.
A lo lejos, la campana de la catedral daba aviso a la novena hora nocturna. Un grupo de niños cruzó delante de mí. Yo siempre había querido tener un hijo, pero Lizza no, según ella porque no sería una buena madre, no la culpo, ni yo mismo sabría como ser un buen padre. Además ya es mucho conmigo, porque yo soy como un niño, todo escritor es un niño para y con los demás.
Anduve caminando por mucho rato sin rumbo fijo; llegué hasta Pascal, vi una pequeña cantina abierta, me aventuré a entrar. . El lugar estaba repleto de humo de tabaco. No fumo, pero eso no indica que no soporte el aroma a cigarro. Al fondo había un televisor, en el televisor pasaban futbol. Nunca he sentido agrado por ese deporte. Fui a la barra y tome asiento. Pedí una cerveza chica. No tomo, pero para permanecer en estos lugares es necesario consumir. Lizza detesta el tufo amargo de la cerveza. Cómo van, pregunté, aunque la verdad me importaba un bledo quien ganara. Seguí observando el partido. Cada jugador en su puesto y realizando una acción precisa. Si alguno llegaba a fallar pronto era suplido o, en algunos casos, la alineación era reestructurada. Al poco tiempo me di cuenta que aquel espectáculo es propio de las orgias. Todo era parecido a algunos pasajes de Bretonne. Cada hombre es una pieza de un mecanismo completo; cada uno ejecuta movimientos que complementan a los de sus compañeros.
Me levanté de mi lugar y salí con paso presuroso. El aire era aún más frío. Quizá Lizza ya estaría en casa, quizá estaría buscándome. No lo sé. Espero y haya traído algo de cenar. No, mejor llevo algo por si a ella se le olvido. Eso sería lo mejor.
Cuando llegué a casa ahí estaba ella; me senté a su lado ¿cómo te fue?, le pregunte.
–Bien –respondió–, y tú, ¿dónde has estado?
–quise salir.
–Vaya, que milagro –dijo burlonamente.
–A veces uno requiere distraerse –respondí contento.
Después me levante y fui directo a la biblioteca, comencé a escribir. Ella se fue a dormir, yo me quedé hasta entrada la noche. Como ya era costumbre, cenamos nada.


José J. González


Cuento escrito en algún lugar y tiempo.


Derechos reservados

Una mañana creativa

Harry había salido a la tienda a comprar un cuarto de queso panela, ya se le había hecho costumbre salir siempre por el desayuno; siempre volvía con el queso y algo más. Cuando regresaba sacaba su ruidosa máquina de escribir; no le importaba que Meli estuviera durmiendo. Ella no se quejaba del tecleo constante; después de los dos primeros años con él, sabía que nunca pararía. La verdad es que le importaba poco que Harry fuera escritor. Lo que le había enamorado de él fue su faceta de pintor, pues aunque pocas veces ejercía, cuando lo hacía mostraba una abstracción completa.
–Caramba Harry, aún es muy temprano –dijo Meli con voz dormida–, deberías de venir a dormir.
–No, eso no; tengo que entregar algunos escritos para el diario –volteó a verla, en su rostro se dibujaba una sonrisa–; anda, descansa por los dos.
Harry se levanto de su escritorio, se dirigió hacia donde Meli, se agachó y le dio un beso en la frente; luego fue hacia el ropero, cogió un puñado de hojas blancas de uno de los cajones; nuevamente se sentó en su sitio y comenzó a escribir. Una y otra vez se detenía, pensaba y repensaba la idea hasta que ésta fuera la indicada.
–Harry, dios santo, hoy es miércoles –se destapó la cabeza y estiró los brazos fuera de las cobijas.
–lo sé, ¿qué con eso?
–Pues que aún faltan tres días para que entregues tus cuentitos esos; deberías dejar descansar esa vieja máquina –se levantó; se acomodó el pijama y abrazó a Harry.
–Si no lo hago hoy se me vendrá el trabajo encima –respondió a voz baja; ahora se entretenía mordiéndole la oreja a Meli.
Ella se apartó de él, camino hacía la cocina “ya fuiste por el queso”, sí, respondió rápidamente Harry. Continuó tecleando mientras ella preparaba el desayuno. Una y otra vez tuvo que retirar la hoja de la máquina, pues una y otra vez no le gustaba lo que había escrito. A su lado derecho había una taza vacía, la miró, colocó una hoja limpia y recomenzó. La volvió a retirar, la hizo bolita y la lanzo lejos.
Se levantó, tomó aquella taza y fue directo a la cocina. Meli se encontraba ahí. Cuando ella se fue a vivir con él, no sabía ni preparar una simple sopa, Harry le enseñó todo lo que sabía hasta que ella se sintió segura para al fin dominar ese espacio de la casa. Desde ese momento no permitió que Harry metiera las manos.
–Podrías servirme un poco de chocolate, por favor.
Sí, es raro, pero este escritor no bebía café como regularmente lo hacen los escritores. Tampoco fumaba, y desde que había conocido a Meli no consumía ni gota de cerveza.
–Primero deja lavo la taza –dijo Meli con voz graciosa–, no querrás beber en ella con este polvo.
–Venga entonces, sólo que no te dilates, hay un cuento que me espera.
Meli le sirvió el chocolate, él le besó en la mejilla y se retiró a escribir. Escribir no es una tarea sencilla, porque si así lo fuera todos serían escritores, malos, pero escritores. Dejó la taza a su derecha, tecleó tan rápido como pudo, pues era este un momento de iluminación. Escribió una cuartilla entera y más. La leyó; le gustó. Ahora venía la parte complicada: la corrección. Tendría que hacerla de crítico para sí mismo.
–Está listo el desayuno –gritó Meli desde la cocina–. Ven antes de que se enfríe.
–Ya voy, sólo corrijo rapidísimo esto –se apresuró a contestar.
–Primero ven a desayunar y luego corriges lo que quieras; tu cuento estará allí cuando termines.
–Ya voy –repitió–, espérame.
Meli trabajaba por las tardes; siempre partía a las dos en punto. Su sueldo no era nada despreciable. Harry, por su parte, tenía meses sin un empleo fijo y, comparado con Meli, sus cobros semanales eran una bicoca, pero nunca se hacía de menos. Cuando le llegaba la suerte de escribirle un discurso a algún politiquillo, podía ganar más de lo que Melí en dos meses, cuando ocurría esto nunca se hacía de más.
–Listo –gritó Harry.
–¿Listo? –Respondió Meli– ahora puedes venir.
–Ya voy, ya voy –se apuró a decir–. Pero antes de que desayunemos quiero que me digas que te parece lo que escribí:
Jesús había salido a la tienda a comprar un cuarto de queso panela, ya se le había hecho costumbre salir siempre por el desayuno; siempre volvía con el queso y algo más (…)
A meli le importaba poco que Harry fuera escritor, pero siempre tenía tiempo para escucharlo. Así eran todos los días. Harry amaba a Meli, así era siempre.

José J. González
Cuento escrito el día 23 de noviembre de 2011
Derechos reservados


viernes, 25 de noviembre de 2011

Tres poetas y un Don Bruce

Porque los buenos tiempos nunca se olvidan.
Derecha: El poeta Wilfrid.
Centro: Don Bruce.
Arriba centro: Poeta Marcustófeles.
Izquierda: Poeta José J. G. "Saiset".

domingo, 20 de noviembre de 2011

Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo

¿Dónde ubicaste los colores estelares?
AQVM había lanzado la pregunta a una entidad desconocida, imperceptible y etérea. La verdad es que ni él mismo tenía consciencia de lo que había preguntado. Sus ojos empezaban a desfigurarse, iban y venían. Su rostro todo se contraía a cada paso que daba para la ascensión de aquella escalera cósmica.
¿Tendré espacio?
Nada había sido tan absurdo como ahora; cada acción se repetía una y otra vez. Se tomaba el cabello con ambas manos y tiraba de él hasta que lograba arrancarse un gran mechón. Y de momento, sin orden aparente, daba inicio a una serie de gritos tremendos. Él, que hasta aquel punto había permanecido observando desde su más etéreo y desconocido espacio fijo sobre su tiempo, se limitaba a contestarle. Sólo permanecía allí, protegiendo aquel borde de locos.
¿Quién unifica intensamente estas rocas ominosas?
Hoy es miércoles –dijo Él–. Todos sabemos que hoy es miércoles, ayer pudo haber sido invierno, sin embargo continuó siendo de noche. La noche es una piedra que se pierde tan pronto como nos hacemos conscientes de su geometría. Hoy es miércoles, un miércoles que avanza a mano armada. Es uno de esos días que llegan y se plantan, crecen, se expanden; surgen con la destrucción de lo que antes eran los martes. Las aves emigran de cabeza porque lo saben… yo lo sé.
Todo empezaba a adquirir no-sentido. AQVM se tumbaba al suelo, se revolcaba, emitía sonidos de animales, se desgarraba la piel al tiempo que gritaba hoy es miércoles, dios, hoy es miércoles. Sobre su cabeza comenzaban a correr ciento once autos, cada uno de colores distintos, cada uno irrepetible e innombrable. Recordó a un par de perros pequeños: uno negro y el otro blanco: ajedrez. El siempre quería jugar a caballo, siempre quería avanzar a su propia contra. De vez en cuando gustaba de observar el paso lento de las tortugas.
AQVM pisó mal un peldaño, cayó, paró cerca de una fractura espacial. Estaba mareado. Él empezó a materializarse en octubre. AQVM sabía que era veintidós de noviembre: el segundo mes. En su mente estaba la música de Lennon. Algunos ruidos de máquinas invisibles le cortaban la voz.
Mira, un camino hueco, Oscar.
AQVM lo dijo a sapiencia de que allí no estaban más que él y Él. Allí, en aquella caja, suspendidos de toda palabra y modelo armable. Las cosas empezaban a adquirir un aire extraño, tremebundo. Quería abrir los ojos y salir corriendo a cualquier sitio fuera de esas escaleras y formas esféricas.
Surgieron peces del suelo, colores, líneas y puntos. Se armaba un universo. AQVM no se daba cuenta que estaba siendo absorbido, que en poco tiempo sus partículas se conformarían en una armonía indecible, no-audible más que para Él.
Dios, hoy es miércoles y siento que llevo aquí toda una vida.
La luz, que hasta ese entonces había permanecido poco luminosa, empezaba a extinguirse. Él seguía allí, en su espacio. Se apagó. Oscuridad. Entre toda aquella penumbra la voz de AQVM seguía:
¿Dónde ubicaste los colores estelares?… ¿Tendré espacio?… ¿Quién unifica intensamente estas rocas ominosas?… Mira, un camino hueco, Oscar… ¿Dónde ubicaste los colores estelares?… ¿Dónde ubicaste los colores estelares?…
Luego fue silencio. El silencio que antecede a la creación.




Cuento escrito el día 17 de noviembre de 2011

José J. González

Derechos reservados.

domingo, 13 de noviembre de 2011

El viaje



Bring us a goat… and we´ll show you the way… straight through the realm the fallen and slain
(Anna Varney)


Para Dulce Thalía

Tres semanas después de su partida, no tuve más remedio que seguirla; su ausencia consumía lentamente las horas de mi existencia, provocando que en mi fastidio por continuar solo, la buscara en toda flor, nube y roca. Sucedía que de vez en cuando la veía caminar lejos de mí, entonces yo trataba de alcanzarla, y cuando lograba estar casi muy cerca me daba cuenta que no era ella, que era alguien más, pero no ella. Vagamente se manifestaba en los lugares que concurríamos. Por las tardes yo siempre permanecía atento a la puerta de nuestra casa en espera de que tocara el timbre y, de esa forma, salir corriendo a su encuentro, abrazarla y pedirle que nunca más se alejara.

Sólo me bastaron tres semanas para darme cuenta que la necesitaba más de lo que creía, que su presencia me era indispensable; ella no podría estar muy lejos, aún tenía la posibilidad de encontrarla si me apuraba a seguirla. Me alegraba la idea de volverla a ver. Mis padres poco a poco empezaron a notar mi ausencia: estaba sin estar. Me iba preparando para aquel día. Una vez iniciada la acción no hay vuelta atrás, me decía. Por las noches evocaba su nombre infinidad de veces creyendo que los vientos estelares me traerían una respuesta. Dormía con el deseo de encontrarla cerca o lejos.

Y sucedió, mi viaje empezó un miércoles y, a decir verdad, no sé cuándo llegará a terminar. A diario camino por sendas que me son desconocidas, a veces subo algunas escaleras que parecieran no tener fin, me enfrento con animales hambrientos de carne que salen al ataque. Grito por todos lados su nombre y muy pocas veces alguien a lo lejos me contesta en una voz inentendible. He perdido la noción del tiempo; siento que camino por días completos, pero nunca llego a divisar en el cielo la imagen del sol; otras veces más me quedo mucho rato en un lugar y simplemente duermo horas imprecisas. Sin embargo, y a pesar de todo, yo la sigo buscando, sé que se encuentra por allí, aunque un susurro interno me repita una y otra vez que desde el inicio tomé el camino incorrecto.





Cuento escrito el día 11 de octubre


José Saiset González


Derechos reservados