No será un mal hombre, pero tampoco es un hombre bueno. No es frío ni
caliente, ni siquiera en sus momentos más acalorados.
J.
M. Coetzee
A algunos deberían
de cortarles las manos, a otros más coserles los labios con hilo cáñamo, a los
demás pegarles los parpados con nitrocelulosa. Pero incluso aunque se hiciera
esto, los escritores, aquellos que lo son de verdad y no son la parodia y la
pose, se armaran nuevas manos a partir de semas y morfemas, aprenderán a hablar
y a leer en voz alta con los pies, leerán con sólo escuchar el paso lento de
los gatos sobre las sábanas. Y ¿por qué no dejará de ser escritor aun estando
impelido por diversas causas, sean estas cósmicas, psicológicas, sociales,
económicas, etcétera? La razón es sumamente sencilla, y es porque los Dioses no
conocen de límites; en sus dedos se enredan viscosamente las palabras. Le es
imposible detener ese flujo orgásmico que chorrea desde sus cabezas hasta sus
uñas.
Hace
poco, en un artículo publicado en el Semanario
El Punto, hablaba de la importancia de crear y ser creado a partir del
lenguaje. El escritor, es un Dios, o en su caso, un Demiurgo, es el arquitecto
de los universos palabrísticos. Al tiempo que escribe está creando, a veces lo
hace para que sus personajes le rindan los honores que este ser ególatra
necesita para sentirse bien. Ya Unamuno nos daba cuenta de esto cuando se pone
a dialogar con Augusto, poco antes de que la niebla le cubriese los ojos y la
noche se hiciera sobre él y Plutón.
A veces
este escritor no sabe lo que ha hecho, toma a la ligera su labor arquetípica;
pero la mejor de las veces se sienta a practicar una y tantas veces las
posibles contingencias de sentidos que puedan ser disparadas de su palabra de
arcilla. Tal es el caso de un joven escritor toluqueño, Antonio Carrillo Cerda,
quien de un tiempo para acá sus creaciones han ido volviéndose más herméticas.
¿Podremos decir que está alcanzando cierta madurez como escritor? Saberlo
resulta complicado, aunque si así fuera ya no se vería en la necesidad de
escribir, sino en la de pensar lo doble y plasmar tan sólo la mitad.
En este
último textito que ha llegado a mis manos, figuraba
las aves, editado por él mismo, me encontré con algunas cosas interesantes
que van desde simples planteamientos psicológicos hasta una posible ley de
física cuántica; podremos decir que a partir de esta obrita comienza a nacer
Antonio Carrillo Cerda, lo anterior tan sólo era una larva que usurpaba su
lugar. Aún recuerdo algunas de las veces que compartimos mesa para leer en
público, sus cuentos, a pesar de estar bien armados, les faltaba algo, carecían
de la chispa que desborda éste.
La
conjunción que hace de diversas disciplinas hace más dinámico su texto. La
interacción de los tiempos y personas. El uso de lo ominoso y la sorpresa, a
pesar de que algunas veces suena forzado es de curiosa estructura, algo
semejante ocurre con sus breves referencias a planteamientos herméticos y
cabalísticos. Siendo esto lo único que le resta fuerza, pues los “correlatos
objetivos” se mezclan con sensaciones inmediatas, imposibilitándose así una
ordenación intelectual de alto nivel cognoscente.
Su
pretensión de crear atmosferas extrañas y personajes salidos de una mente como
sólo la de Lautremont le llevan al casi inentendimiento, a la incomunicación,
cosa que admiro pero a la vez me entristece: lo admiro porque sus textos no
pueden ser leídos por masas enteras de lectores imbéciles y de ocasión; triste
porque textos de mucho contenido no serán nunca bien recibidos, y es
precisamente porque el hombre está acostumbrado a lo fácil. Señor escritor, así
como lo apunta en su equivoco canino,
traigo algunas de sus palabras para decirle lo que Nietzsche podría decirle con
las moscas: “Perrito solitario. La manada no se hizo para ti…”
Carrillo
Cerda nos acerca a extraños infiernos, simulacros de realidades utópicas donde
lo real se confunde con lo real, donde el sueño se confunde con el sueño.
Figuraba las aves, un nuevo título que
se agrega a mi biblioteca de escritores toluqueños, un nuevo título que me da
nuevas muestras de la latente
ornitorrincofilia que padece este escritor. Sin lugar a dudas, a unos deberían
de mutilarles las manos, a otros practicarles una logotomía, a los demás
dejarlos sin entrañas ni hipotenusas. Pero en realidad a todos deberían de
quitarles los libros.
José J. González
27 de mayo de 2013
Toluca, Estado de México