Nam Beya ascendit super
Gabricus, et includit eum in suo utero, quod nil penitus videri potest de eo. Tantoque
amore amplexata est Gabricus, quod ipsum totum in sui natura concepit
(Rosarium Philosophorum)
Esta vez ha
anochecido demasiado temprano. Las luces de la ciudad que se encuentra en la
falda del gran monte comienzan a iluminarse, son como luciérnagas inmóviles
sobre el campo. La luna no tardará mucho en salir, una suave luminosidad se
puede apreciar ya en el oriente. Cuando la gran mujer se ubique en medio del
cielo, todos podrán apreciar que ha sido preñada por las puntas que sobresalen
de la corona del rey; podrá observarse un útero lleno y plagado de silencios.
–Esta noche es cálida –dijo el gran
Dios.
–Esta noche te pertenece hermano
mío, hijo mío –respondió la Mujer.
Un riachuelo cercano empieza a
sonar, arrastra lentamente las piedras pequeñas que se le atraviesan. La luna
sigue creciendo, la ciudad empieza a mostrarse más y más lejana, algunas luces
se apagan, otras más permanecen encendidas. Los amantes dan inicio a la danza
de la unión, donde hombre y mujer se hacen Uno, unidad universal de la
creación.
El gran Dios arrastra a la Mujer a
lo profundo del bosque, sus cuerpos se van perdiendo entre toda la maleza que
hay a su alrededor. Caminan largo trecho hasta detenerse cerca de una
gigantesca roca. Ambos la contemplan, la acarician por cada uno de sus lados,
sienten su firmeza de años arcanos. Se lanzan una rápida mirada y continúan su
camino en silencio.
Algunos grillos entonan una melodía
dulce, por ratos paran y se puede escuchar el murmullo que hacen las hojas
cuando se tocan unas a otras. Las pisadas del Dios y la Mujer son secretas
incluso para la naturaleza. La luz de luna que se logra filtrar por entre las
ramas de los espesos árboles, les baña partes del cuerpo desnudo. Desde que el
Uno creció al lado del Cero ninguno de los dos se avergüenza de su condición.
Han llegado al punto más alto. Desde
ahí todo parece más pequeño y distante, las luces que en un principio se podían
apreciar, ahora no son más que fragmentos desconocidos. La mujer apoya su mano
sobre la tierra, en ese punto comenzará a fluir un agua nueva que recorrerá
lavando toda impureza. El Dios toma con delicadeza las manos de la Mujer, la separa
del agua que fluye incesante.
–Hermano mío, hijo mío, tu futura
muerte no es más que el regreso al Silencio.
–Lo sé, todo tiene que volver de
donde surgió.
–Aquel último paso espera que lo
des.
–Aquel último paso detendrá su
espera
El Dios se recostó sobre las hojas
que tapizaban el suelo del lugar. Atrajo hacía sí a la Mujer, ella se acomodó a
su lado. Pronto inició su acto como alguna vez lo hiciera Beya. El Dios se
convirtió en líquido seminal.
Ambos durmieron; ella lo hizo nueve días,
él nueve eones. Cuando despertó la Mujer, acarició el cuerpo putrefacto que
ocupó el Dios, que ahora comenzaba a despertar dentro de ella.
Cuando la luna se desgarró en el
Mercurio, fue vaciada el agua en el agua.
José J. González
Cuento escrito el 10 de agosto de
2012
Derechos Reservados
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