Con alguna referencia a Theodor Adorno
Aquella noche, por primera vez en demasiado tiempo, me había decidido a salir; mi mente requería de aire fresco fuera del tufo de los libros de hojas amarillas, fuera del polvo que de vez en diario se le impregnaba a mis cuadernos de escritura. No tenía una idea clara de a dónde dirigirme, ni mucho menos qué hacer. No tenía amigos a quienes visitar; el único lazo que me ataba a la sociedad era Lizza, mi compañera y esposa. Ella siempre un ser sociable, carismático, alegre y con un paso de koala que desde el primer día que la vi me dio curiosidad.
Esa noche Lizza había salido con unas amigas a beber chocolate; yo, como siempre, me quedé en casa, escuchaba algunas piezas de Bach mientras me hallaba recostado en un viejo sillón que tengo en la biblioteca. Dos meses antes había leído a Sade; las primeras veces que lo leí me excitaba de sobremanera, pero ahora ya no sucedía lo mismo, su prosa me parecía un tanto humorística, reía a carcajadas cuando me topaba con alguno de sus exagerados pasajes. Lizza sabía muy poco de estas lecturas; ella odiaba que leyera día y noche, yo también me odiaba, pero era imposible dejar de leer de un momento a otro.
El caso es que después de aburrirme, tomé la decisión de salir a dar la vuelta. Fui al armario y tomé una chaqueta; era miércoles de diciembre, tres días antes de mi cumpleaños; afuera hacía frio. Lizza se había llevado el auto, y aunque no lo hubiera hecho yo me hubiese ido caminando. Es muy molesto andar en automóvil. No puedes pensar mientras conduces, porque o piensas o conduces, así de simple. Caminé todo progreso hasta Buenavista, me detuve por algunos instantes; me coloqué los guantes que llevaba en la bolsa derecha de la chaqueta. Seguí mi camino.
A lo lejos, la campana de la catedral daba aviso a la novena hora nocturna. Un grupo de niños cruzó delante de mí. Yo siempre había querido tener un hijo, pero Lizza no, según ella porque no sería una buena madre, no la culpo, ni yo mismo sabría como ser un buen padre. Además ya es mucho conmigo, porque yo soy como un niño, todo escritor es un niño para y con los demás.
Anduve caminando por mucho rato sin rumbo fijo; llegué hasta Pascal, vi una pequeña cantina abierta, me aventuré a entrar. . El lugar estaba repleto de humo de tabaco. No fumo, pero eso no indica que no soporte el aroma a cigarro. Al fondo había un televisor, en el televisor pasaban futbol. Nunca he sentido agrado por ese deporte. Fui a la barra y tome asiento. Pedí una cerveza chica. No tomo, pero para permanecer en estos lugares es necesario consumir. Lizza detesta el tufo amargo de la cerveza. Cómo van, pregunté, aunque la verdad me importaba un bledo quien ganara. Seguí observando el partido. Cada jugador en su puesto y realizando una acción precisa. Si alguno llegaba a fallar pronto era suplido o, en algunos casos, la alineación era reestructurada. Al poco tiempo me di cuenta que aquel espectáculo es propio de las orgias. Todo era parecido a algunos pasajes de Bretonne. Cada hombre es una pieza de un mecanismo completo; cada uno ejecuta movimientos que complementan a los de sus compañeros.
Me levanté de mi lugar y salí con paso presuroso. El aire era aún más frío. Quizá Lizza ya estaría en casa, quizá estaría buscándome. No lo sé. Espero y haya traído algo de cenar. No, mejor llevo algo por si a ella se le olvido. Eso sería lo mejor.
Cuando llegué a casa ahí estaba ella; me senté a su lado ¿cómo te fue?, le pregunte.
–Bien –respondió–, y tú, ¿dónde has estado?
–quise salir.
–Vaya, que milagro –dijo burlonamente.
–A veces uno requiere distraerse –respondí contento.
Después me levante y fui directo a la biblioteca, comencé a escribir. Ella se fue a dormir, yo me quedé hasta entrada la noche. Como ya era costumbre, cenamos nada.
Esa noche Lizza había salido con unas amigas a beber chocolate; yo, como siempre, me quedé en casa, escuchaba algunas piezas de Bach mientras me hallaba recostado en un viejo sillón que tengo en la biblioteca. Dos meses antes había leído a Sade; las primeras veces que lo leí me excitaba de sobremanera, pero ahora ya no sucedía lo mismo, su prosa me parecía un tanto humorística, reía a carcajadas cuando me topaba con alguno de sus exagerados pasajes. Lizza sabía muy poco de estas lecturas; ella odiaba que leyera día y noche, yo también me odiaba, pero era imposible dejar de leer de un momento a otro.
El caso es que después de aburrirme, tomé la decisión de salir a dar la vuelta. Fui al armario y tomé una chaqueta; era miércoles de diciembre, tres días antes de mi cumpleaños; afuera hacía frio. Lizza se había llevado el auto, y aunque no lo hubiera hecho yo me hubiese ido caminando. Es muy molesto andar en automóvil. No puedes pensar mientras conduces, porque o piensas o conduces, así de simple. Caminé todo progreso hasta Buenavista, me detuve por algunos instantes; me coloqué los guantes que llevaba en la bolsa derecha de la chaqueta. Seguí mi camino.
A lo lejos, la campana de la catedral daba aviso a la novena hora nocturna. Un grupo de niños cruzó delante de mí. Yo siempre había querido tener un hijo, pero Lizza no, según ella porque no sería una buena madre, no la culpo, ni yo mismo sabría como ser un buen padre. Además ya es mucho conmigo, porque yo soy como un niño, todo escritor es un niño para y con los demás.
Anduve caminando por mucho rato sin rumbo fijo; llegué hasta Pascal, vi una pequeña cantina abierta, me aventuré a entrar. . El lugar estaba repleto de humo de tabaco. No fumo, pero eso no indica que no soporte el aroma a cigarro. Al fondo había un televisor, en el televisor pasaban futbol. Nunca he sentido agrado por ese deporte. Fui a la barra y tome asiento. Pedí una cerveza chica. No tomo, pero para permanecer en estos lugares es necesario consumir. Lizza detesta el tufo amargo de la cerveza. Cómo van, pregunté, aunque la verdad me importaba un bledo quien ganara. Seguí observando el partido. Cada jugador en su puesto y realizando una acción precisa. Si alguno llegaba a fallar pronto era suplido o, en algunos casos, la alineación era reestructurada. Al poco tiempo me di cuenta que aquel espectáculo es propio de las orgias. Todo era parecido a algunos pasajes de Bretonne. Cada hombre es una pieza de un mecanismo completo; cada uno ejecuta movimientos que complementan a los de sus compañeros.
Me levanté de mi lugar y salí con paso presuroso. El aire era aún más frío. Quizá Lizza ya estaría en casa, quizá estaría buscándome. No lo sé. Espero y haya traído algo de cenar. No, mejor llevo algo por si a ella se le olvido. Eso sería lo mejor.
Cuando llegué a casa ahí estaba ella; me senté a su lado ¿cómo te fue?, le pregunte.
–Bien –respondió–, y tú, ¿dónde has estado?
–quise salir.
–Vaya, que milagro –dijo burlonamente.
–A veces uno requiere distraerse –respondí contento.
Después me levante y fui directo a la biblioteca, comencé a escribir. Ella se fue a dormir, yo me quedé hasta entrada la noche. Como ya era costumbre, cenamos nada.
José J. González
Cuento escrito en algún lugar y tiempo.
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