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lunes, 9 de abril de 2012

perros blancos

Las tres. Las tres, siempre es demasiado tarde o demasiado temprano para lo que uno quiere hacer. Momento absurdo de la tarde. Hoy es intolerable.
Jean Paul Sartre; La Nausea

Aquella noche, mientras camine en las calles húmedas y solitarias de aquella ciudad, podré ver de reojo a tres señores que se estarán acercando lentamente a mí. Trataré de caminar más rápido al sentir su presencia cerca. Ellos mantendrán el paso quieto y calmado que hace que sus largos abrigos se muevan rítmicamente. Voltearé una y otra vez para buscar sus rostros levemente iluminados por la luz de los faroles tristes; la oscuridad me ocultará sus ojos; lo único que podré percibir serán sus grandes figuras tenebrosas.
Mi paso apresurado me llevará hasta un cruce de caminos. No pasará ningún auto a pesar de que será aún temprano. Veré, a orillas de la acera, dos perros; uno negro completamente, el otro, blanco, un blanco perfecto nunca presenciado por ojos humanos. Me verán acercármeles agitado. El asfalto semejará a un gran río de aguas profundas y sucias. El can negro me lamerá la mano derecha como si quisiera que le acompañase; bajará de la acera y, con sus cuatro patas, se dirigirá al otro lado de la avenida; desde ahí lanzará un fuerte ladrido. Llamará a su compañero, éste tendrá miedo a cruzar.
Yo observaré silencioso, despreocupado de los hombres que estarán cada vez más cerca. Trataré de cargar entre mis brazos al gran animal blanco; cuando al fin lo haya hecho y esté a punto de bajar de la acera, la carretera se transformará en tierra fangosa. Nos impedirá el paso. El perro negro se alejará, se irá perdiendo en aquella oscuridad proveniente del otro lado. Sentiré la presencia de los hombres cada vez más cercana. El perro blanco desaparecerá de mis manos, me hallaré cargando nada; mis brazos parecerán estar extendidos como pidiendo misericordia a un ser ignoto y arcano.
Los edificios se levantarán como gigantes terribles. La luna se ocultará tras las gruesas nubes que se formarán de la nada. Correré temiendo caer en aquella agua espesa. Los señores desaparecerán; caminaré lento. El silencio comenzará a hacer de aquel lugar su reino. Veré el rostro de una persona anciana en uno de los cristales que sirven como puertas a un gran edificio ubicado a mi derecha. Daré un paso hacia atrás al darme cuenta que el rostro de la que creía era una persona es, en realidad, la de un gran perro con rasgos humanos.
Gritaré pidiendo ayuda. Nadie responderá. Los tres señores volverán a aparecer; se ubicarán a pocos pasos de mí, intentaré correr, pero me percataré que por más que mueva las piernas permanezco en el mismo lugar. Gritaré. Al otro lado de la gran avenida se ira aglomerando un grupo de personas, todas desnudas y con los cuerpos flageados. Me verán y cuchichearán entre ellas. Se irán convirtiendo en sombras diáfanas.
Los tres señores habrán cambiado los largos abrigos por grandes túnicas negras. Podré observar que su tamaño es desproporcional a la de cualquier hombre. No lograré verles el rostro que permanecerá oculto bajo gruesas capuchas. Podré ver al perro blanco que sostuve en los brazos, inmóvil a lo lejos como temeroso de un hecho desconocido.
Uno de los tres hombres me tomará del brazo, caminaremos por un tiempo que me parecerá toda una eternidad. Nos detendremos frente a una gran puerta de madera perteneciente a un edificio negro y opaco. La puerta se abrirá. Entraremos con paso solemne. Para ese entonces estaré guardando silencio, pues habré comprendido que gritar no me sirve de nada.
El interior del lugar se iluminará por una fuerte luz amarilla. Los tres señores me dejarán a un lado y se dedicarán a hablar entre sí. Podré sentir un suelo rocoso bajo mis pies; me percataré que estamos en un lugar repleto de grandes piedras.
Cuando hayan terminado de hablar caminarán hacia donde me encuentro. Me tumbarán al suelo. Uno de los señores me tomará de la garganta, otro más me hundirá un cuchillo en el corazón, así lo hará dos veces más. Con los ojos moribundos, veré todavía a los señores inclinados muy de cerca observando el desenlace mejilla con mejilla.
–¡Cómo un perro! –Dirán.
Cerraré los ojos hasta que deje de sentir algo. Mucho tiempo después los abriré y me miraré. Saldré caminando de aquel lugar. Permaneceré sentado en la puerta del viejo y grande edificio, esperaré a que den las tres de la tarde para que alguien entre ahí y me descubra.
Llegará el perro blanco que vi por la noche. Se enrollará para dormir a mis pies. Le acariciaré el pelo, alzaré la vista al cielo que se mostrará lejano e inalcanzable. Lejano e inalcanzable.

José J. González
Cuento escrito el día 9 de abril de 2012 a las 2:56 am.
Toluca, Estado de México
Derechos reservados

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