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lunes, 19 de marzo de 2012

Ciudad blanca

Mi amada es una ciudad blanca

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sus cabellos son árboles frescos de manzanas,

ciruelos y naranjas.

En ella habitan dos peces

quietos y nostálgicos;

por las tardes

el sol tiende a ocultarse en su frente.


Cerca hay un riachuelo delgado y lento

del que surge la palabra «creación»

consultada por el viento.


De su fina blancura, casi albura,

se levanta una soberbia pequeña montaña,

a veces es fría, a veces es cálida.


Mi amada es una ciudad blanca

que guarda en sus aguas el deseo de la vida.


Mis dedos viajeros conocen la ruta

para llegar a la plaza central

donde habitan panales de abejas

que no paran de zumbar.


Mi amada es una ciudad blanca

de la que surgen dos pequeñas cúpulas religiosas

en un acto de perfección divina.

Cada cúpula le adorna una cruz

que reta todo principio de bondad.

Cada cruz es el centro mismo de mi universo.


Mi amada es una ciudad blanca

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es una ciudad con estepa y fauna

–es un terreno firme y secreto–

es una estepa sin animal fiero,

es una estepa calmada y silenciosa,

una estepa con ombligo quieto.


Existe un lugar en dicha ciudad

donde las flores surgen bellas por ser tierra suaves,

es un lugar cálido y zumbante,

es un lugar de abejas y enjambres.


Éste es un lugar protegido por esplendorosas columnas:

hechura de la arquitectura del mármol geométrico,

envidia de las diosas de vedados nombres,

inspiración de los cantos de natura,

–piernas sublimes que son una hermosura.


Mi amada es una ciudad blanca

que se agita tempestiva y despacio.

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Mi amada es una ciudad blanca

con blancas manos

que me invitan a descubrirla

en cada uno de sus detalles

por calles, avenidas y valles.


José J. González

Derechos Reservados

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