Bienvenidos todos sean. Después de entrar ya no hay que mirar hacia atras.

domingo, 5 de febrero de 2012

parecido a un cuerpo puesto en desesperación

La contemplación de un cuerpo de mujer debe tomarse en pequeñas dosis para no malgastarlo, […] una mujer desnuda no debe ser una costumbre sino un acontecimiento.
Salvador Elizondo: Narda o el verano

El único problema de mamá fue habernos traído al mundo el mismo día, la misma hora.
Hace días que la puerta permanecía cerrada a todos. Nadie sabía lo que estaba ocurriendo allí dentro, en aquel microcosmos. El viento de la calle era frío y tempestivo, hacía que los árboles ejecutaran movimientos abruptos y descompasados. Los aullidos de un perro se combinaban con la música etérea de una naturaleza arcana.
Durante todo aquel tiempo la gente permaneció sentada, como si la inmovilidad fuera un accidente más agregado a su persona. Las decenas de miradas permanecieron silenciosas y atentas a la menos alteración que se operara sobre aquella grande, tosca y horrida puerta de madera. Sin lugar a dudas, esperaban que ella saliera para dar inicio a la ceremonia fúnebre que ya se había atrasado muchísimo. La última despedida se había prolongado días enteros, pero nadie se atrevía a hacer nada.
Adentro todo se desarrollaba diferente; ahí el tiempo parecía no correr, el espacio parecía ser un algo suspendido. Las parafinas que desde la entrada de ella se habían encendido aún se conservaban como nuevas. La opaca llama llenaba de cierta calidez el cuarto, y la luz que se producía de ella, bañaba de un color vivo aquel cuerpo tendido en la cama.
–Sabes, hermana, lo único que nos hacía diferentes es aquel pequeño lunar –con el índice señaló la dirección escondida de la secreta mancha diminuta–. Fuera de eso, las dos siempre éramos la una o la otra ante los ojos de los demás.
El cuerpo desnudo de ella era como una flor en el agua; la blancura de su cuerpo joven le daba cierto aire de terrible sensualidad. Su cuerpo joven, esbelto y delicado era como el tesoro de grandes dioses cósmicos. Sus labios entreabiertos eran una invitación a probarlos para no encontrar nunca un punto de saciedad. El pelo algo rizado le llegaba a cubrir pesadamente el derecho seno hermoso, el seno de Venus.
Ella comenzó a palpar con cuidado y precisión maestra cada uno de los rincones de aquel cuerpo tendido. Comprobó la piel suave del abdomen. Acarició cada uno de los dos pezones con la dulzura del amante. Luego se tocó a sí misma. Se descubrió en la hondura de su sexo; se dio cuenta que, después de todo, estaba húmeda. Un calosfrío le recorrió toda la columna vertebral, esto hizo que su cuerpo se arqueara en una deliciosa forma. Tocó los muslos de ella, permitió que sus manos frías se llenaran de millones de sensaciones indescriptibles. Poco a poco fue dirigiendo sus caricias a ese par exquisito de nalgas. Su rostro comenzó a dar evidencias del más placentero éxtasis.
Un leve sonido estertóreo inundó la habitación. Las llamas de las parafinas centellaron como no lo habían hecho. La boca de ella probó la carne de aquel abdomen plano y aun firme; olfateo vorazmente el espacio existente entre los senos; avanzó hacía el cuello y el mentón, simuló besarla. Con la punta de los dedos tocó aquel par de mejillas divinas. Siempre mantuvo los ojos cerrados para que aquella explosión sensorial fuera aún más grande y maravillosa.
Las parafinas se apagaron; hubo silencio, mucho silencio. Afuera todos seguían esperando que la puerta se abriera.
–Oye –se escuchó un murmullo–, quién de las os fue.
–La del lunar, según me dijo el doctor que la atendió –y agregó–: ¿No la recuerdas?
Cuando aquella voz de murmullo estaba a punto de responder, la puerta se abrió. En el umbral, la figura femenina, desnuda, esbelta, alta, terrible aparecía como acabada de despertar del más horroroso de los sueños. Nadie movió un solo dedo. Ella caminó lentamente hasta el centro de la sala. De inmediato las decenas de miradas se posaron sobre su rostro y cuerpo. Algunos hombres la observaban con lasciva, mientras que otros con lastima y curiosidad.
La anciana, la única de toda la gente reunida, corrió a ponerle una manta para cubrirle. Y como si todos despertaran de un trance hipnótico, se levantaron de las sillas y caminaron apresurados hacia la puerta recién abierta. La luz de la sala iluminó de inmediato aquella oscura habitación. La anciana fue la primera en entrar, dio la orden de preparar el féretro para meter aquel cuerpo que se hallaba tendido sobre la cama.
Una mujer robusta entro con la caja; los hombres fueron retirados. Sólo la anciana y la mujer permanecieron allí para vestir aquel cadáver de durazno. Pero fue tal la sorpresa que se llevaron cuando tocaron la piel de ella y aún sentirla tibia, tibia como la del ser humano vivo que hace poco ha dejado de estarlo. Ambas se dirigieron una mirada que dejaba ver el miedo de cada una. La anciana se apresuró a buscar el lunar. El horror cubrió cada centímetro de su ser al comprobar que aquella diminuta mancha no estaba donde se suponía que debía de estar.
La anciana miró, con ojos casi apagados, aquella figura femenina que se encontraba en el suelo de la sala absorta de toda realidad.

José J. González.

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