Vertedero
Acrílico sobre cartón
José J. González
[(a=b) ᶓ (b=c)] → (a=b)
Arquímedes
A
Dulce Thalía
a
Pierre Menard
Cuando
giro a la derecha pudo contemplar el lado izquierdo de ella; ambas se
dirigieron una rápida mirada. El vestido rojo de la primera le iba bien a la
segunda; la blusa de la segunda combinaba con el color de los labios de la
primera.
Úrsula
llevaba consigo un libro de cuentos –el título ahora no lo recuerdo–; con
asombro miró que la otra tenía en su poder el mismo objeto. De inmediato le
asaltó un sentimiento de extrañamiento, lo mismo podía notarse con la otra. Surula se sentó sin quitarle los ojos de
encima a aquella extraña que le inspeccionaba. Ella siempre había sido una
mujer como todas las demás, tenía una vida hecha; exitosa mujer de negocios;
madre de dos lindos hijos, uno de ocho y el otro de diez. «¿Cómo?».
[…]
Esa mañana Surula,
después de haber dejado a sus hijos en la escuela se encaminó para el
supermercado. Su blusa blanca jugaba con el leve viento que de hora en hora le
alborotaba el lacio cabello. Sus labios rojos y frescos resaltaban de su blanca
y limpia piel […].
Úrsula
interrumpió su lectura; nuevamente volteó hacia la derecha y con asombro vio
que la otra, veinte lugares más allá, hacia lo mismo. En ese momento tuvo ganas
de levantarse y marcharse sin decir palabra alguna, pero hacerlo hubiera sido
darle mucha importancia a la presencia fastidiosa de su vecina.
Una leve ventisca
cruzo el pasillo.
Ella
sabía que aquel día le pertenecía, sin quehaceres, sin niños que atender; en fin, un día de descanso, ella sabía que esos
días ocurren muy raramente. «Muy raramente». La vecina, pudo ver Úrsula de
reojo, mantenía toda la atención en su lectura. «¡Qué carajo con esta mujer!».
De
momento, de un lugar extraño y desconocido corrió un ventarrón. El cabello de las
dos se alborotó al instante y, además, sin que ni una de ellas se diera cuenta,
el viento había adelantado algunas páginas de sus respectivos libros. Pasado
este peculiar accidente, y después de haberse acomodado el pelo, las dos
continuaron en lo suyo.
Cuando giro a la
izquierda pudo contemplar el lado derecho de ella; ambas se dirigieron una
rápida mirada. El vestido rojo de la primera le iba bien a la segunda, la blusa
de la segunda combinaba con el color de los labios de la primera.
Úrsula
se dio cuenta que el viento había adelantado sus páginas por un desconocido
capricho. Inmediatamente empezaba a regresarlas una por una. Una sensación
difícil de explicar le empezaba a poner nerviosa. Se detuvo. Y, ahora, sin ninguna razón aparente, comenzó a saltarse
algunas hojas para que al fin se detuviera a leer. Surula interrumpió su lectura; nuevamente volteó hacia la izquierda y
con asombro vio que la otra hacia exactamente lo mismo.
Se
detuvo. Algo dentro de ella le decía que esta parte del cuento le era familiar.
Sin embargo continuó leyendo. Surula se
levanta de su lugar, del bolso que tiene a su derecha saca el tenedor que ocupa
para el desayuno y con paso sigiloso y ocultando en la espalda el instrumento,
se dirige a su vecina; la intención es más que clara, harta de la presencia
fastidiosa de esta mujer le piensa dar muerte. La otra no entiende el peligro
de su situación, permanece sentada y […].
El
bolso está ahí, a la izquierda. Ha sido abierto y de su interior algo se ha
tomado. «Creo que lo dejé en casa».
Úrsula
cierra su libro. Se levanta, no se le ocurre mirar a su derecha, simplemente se
levanta; guarda su libro, toma su bolso. Se acomoda la falda roja y la blusa
blanca y se marcha con cierto aire presuroso, como si tratará de escapar de
alguien.
Mientras
tanto, a la distancia, la otra sigue en su lectura. Pudo advertir de último momento lo que estaba por suceder y ante eso no
tuvo más opción que la carrera. Sólo requerimos –se dijo Surula– de un
espejo; el juego después se dará por sí mismo; el juego a veces tiene una
extraña forma; y mira que te lo digo yo.
José J. González
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