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miércoles, 28 de noviembre de 2012

Surula




 

Vertedero
Acrílico sobre cartón
José J. González









[(a=b) (b=c)] → (a=b)
Arquímedes

A Dulce Thalía
a Pierre Menard


Cuando giro a la derecha pudo contemplar el lado izquierdo de ella; ambas se dirigieron una rápida mirada. El vestido rojo de la primera le iba bien a la segunda; la blusa de la segunda combinaba con el color de los labios de la primera.

Úrsula llevaba consigo un libro de cuentos –el título ahora no lo recuerdo–; con asombro miró que la otra tenía en su poder el mismo objeto. De inmediato le asaltó un sentimiento de extrañamiento, lo mismo podía notarse con la otra. Surula se sentó sin quitarle los ojos de encima a aquella extraña que le inspeccionaba. Ella siempre había sido una mujer como todas las demás, tenía una vida hecha; exitosa mujer de negocios; madre de dos lindos hijos, uno de ocho y el otro de diez. «¿Cómo?».

[…]

Esa mañana Surula, después de haber dejado a sus hijos en la escuela se encaminó para el supermercado. Su blusa blanca jugaba con el leve viento que de hora en hora le alborotaba el lacio cabello. Sus labios rojos y frescos resaltaban de su blanca y limpia piel […].

Úrsula interrumpió su lectura; nuevamente volteó hacia la derecha y con asombro vio que la otra, veinte lugares más allá, hacia lo mismo. En ese momento tuvo ganas de levantarse y marcharse sin decir palabra alguna, pero hacerlo hubiera sido darle mucha importancia a la presencia fastidiosa de su vecina.

Una leve ventisca cruzo el pasillo.

Ella sabía que aquel día le pertenecía, sin quehaceres, sin niños que atender; en fin, un día de descanso, ella sabía que esos días ocurren muy raramente. «Muy raramente». La vecina, pudo ver Úrsula de reojo, mantenía toda la atención en su lectura. «¡Qué carajo con esta mujer!».

De momento, de un lugar extraño y desconocido corrió un ventarrón. El cabello de las dos se alborotó al instante y, además, sin que ni una de ellas se diera cuenta, el viento había adelantado algunas páginas de sus respectivos libros. Pasado este peculiar accidente, y después de haberse acomodado el pelo, las dos continuaron en lo suyo.

Cuando giro a la izquierda pudo contemplar el lado derecho de ella; ambas se dirigieron una rápida mirada. El vestido rojo de la primera le iba bien a la segunda, la blusa de la segunda combinaba con el color de los labios de la primera.

Úrsula se dio cuenta que el viento había adelantado sus páginas por un desconocido capricho. Inmediatamente empezaba a regresarlas una por una. Una sensación difícil de explicar le empezaba a poner nerviosa. Se detuvo. Y, ahora, sin ninguna razón aparente, comenzó a saltarse algunas hojas para que al fin se detuviera a leer. Surula interrumpió su lectura; nuevamente volteó hacia la izquierda y con asombro vio que la otra hacia exactamente lo mismo.

Se detuvo. Algo dentro de ella le decía que esta parte del cuento le era familiar. Sin embargo continuó leyendo. Surula se levanta de su lugar, del bolso que tiene a su derecha saca el tenedor que ocupa para el desayuno y con paso sigiloso y ocultando en la espalda el instrumento, se dirige a su vecina; la intención es más que clara, harta de la presencia fastidiosa de esta mujer le piensa dar muerte. La otra no entiende el peligro de su situación, permanece sentada y […].

El bolso está ahí, a la izquierda. Ha sido abierto y de su interior algo se ha tomado. «Creo que lo dejé en casa».

Úrsula cierra su libro. Se levanta, no se le ocurre mirar a su derecha, simplemente se levanta; guarda su libro, toma su bolso. Se acomoda la falda roja y la blusa blanca y se marcha con cierto aire presuroso, como si tratará de escapar de alguien.

Mientras tanto, a la distancia, la otra sigue en su lectura. Pudo advertir de último momento lo que estaba por suceder y ante eso no tuvo más opción que la carrera. Sólo requerimos –se dijo Surula– de un espejo; el juego después se dará por sí mismo; el juego a veces tiene una extraña forma; y mira que te lo digo yo.

José J. González

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