Todos los escritores son uno perfectos imbéciles. Por eso escriben; quiero decir que escriben cosas porque no las entienden
(Bukowski)
La tarde caía lenta; a lo lejos podía adivinarse el vuelo torpe de una parvada de patos silvestres; algún viento frío comenzaba a correr como presa de un miedo. Los perros de vez en cuando ladraban a la luna que comenzaba a salir en su más grande y roja forma. El árbol se mecía guiado por la música de la naturaleza. Mientras tanto, dos o tres rocas permanecían inmóviles como desde siempre.
–¿Acaso no siente usted el frío? –Preguntó un vecino al percatarse de mi presencia–, va a pescar un resfriado –agregó.
–Hola –me apuré a decir–, usted no se fije, ya estoy pronto a entrar a casa.
–Eso es bueno; ahorita como se disfruta algo caliente en las entrañas–. Entrañas, a quién se le ocurre utilizar tan fea palabra en una conversación; sólo a alguien sin cerebro o a algún tipo que carece de un repertorio más amplio.
–Si verdad –respondí.
Aquel tipo que decía decirse mi vecino empezó a caminar hacía donde yo estaba; en aquel momento no tenía que decir palabra alguna para evitar su intrusión en mi hogar. Lo cierto es que el frío era soportable, y por tanto no era para exagerar como lo hacía este sujeto.
–¿Cómo va esa novelita? –preguntó con cierto interés.
–Todo bien –tuve que contestar con desgana. No estoy acostumbrado a hablar sobre mis proyectos con gente que no lee.
–Me alegro; ya verá que cuando la publique se venderá como pan caliente.
–Como pan caliente. Eso espero –aunque a decir verdad nunca esperaba nada, me contento con el simple hecho de escribir y sentirme satisfecho conmigo mismo.
–¡Vamos!, pasemos adentro. Aquí hace un frío insoportable.
–Inmediatamente fui conducido por este molesto tipo al interior de mi casa. Cuando nos hallamos adentro él tomó asiento en mi sillón favorito; yo tuve que sentarme en la silla dura de mi mesa de trabajo.
–¿Cómo sigue Lizza?
–Bien, como siempre –poco soporto hablar de mi familia con extraños.
–Me da gusto –dijo sonriendo–, hace tanto que no la veo por aquí.
–Es que sale a trabajar, no es como nosotros que hacemos nada.
–Cierto.
–Espero terminar de escribir antes de que llegue; no creo que dilate –esperaba que entendiera la indirecta, pero el tipo se hacía el estúpido, o en verdad lo era.
–Ojalá y ya pronto esté el cafecito –dijo cínicamente– ya hace falta, ¿verdad?
Lancé una leve risa para evitar contestar. Me levanté de mi lugar y fui a la biblioteca; regresé con un grueso volumen de Proust. Cuando lo vio el intruso inmediatamente me lo arrebató y empezó a hojearlo como si comprendiera la más mínima palabra.
–¿Vaya!, mi hijo tiene un libro como éste –dijo como si todos fueran capaces de soportar quel tiempo perdido.
–Pues a su hijo si que le gustan las cosas difíciles.
Pronto escuché que el auto de Lizza entraba. Me asomé por la ventana para corroborar su llegada.
–¿Ya llegó Lizza?
–Sí, y yo he hecho nada.
–No se preocupe, si quiere yo le hecho una mano para que no se ponga furiosa.
–No hace falta –respondí.
Toc-toc.
–Ya voy –corrí rápido a la puerta.
–Hola; ya regresé –dijo Lizza con tono cansado–, vaya día. ¿Tú qué tal?
–Todo bien. Tenemos visitas –con un leve gesto señalé al intruso.
–Buenas noches
–Buenas noches –respondió Lizza.
Los dos nos sentamos en sillas duras; el seguía en el silloncito. Largo rato platicamos de cosas aburridas para ver si se marchaba, sin embrago nuestros intentos no surtían efecto.
–Lindo auto el suyo –dijo de la nada el vecino.
–Sí, ya lo creo.
–¡Señor, me permitiría hablar a solas con mi esposo! –Lizza sonaba sería, hasta a mí me dio miedo.
–Sí, claro que sí. Yo me retiro –se levantó del sillón.
–Ande pues –dijo Lizza.
–Sí, está bien –contesté yo.
Cuando escuchamos que cerró la puerta abracé a Lizza. Ella enseguida se fue a dormir mientras que yo trataba de buscar el tiempo perdido.
José J. González
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