
Había, según dicen, un Eón perfecto,
supraexistente, que vivía en las alturas invisibles e innominables.
(Ireneo de Lyón; Contra las herejías)
El viajero
que camina fuera de casa, lejos de sus tierras, anda con la cabeza baja, con la
barba larga que le llega hasta los pies. Lleva los pantalones rotos, un abrigo
viejo y roído por los roedores y polillas. Desde el primer día que emprendió su
viaje ha cambiado de forma, primero fue un enorme perro blanco, grande y majestuoso,
luego paso a ser un hermoso caballo glauco de cascos áuricos, tiempo después
fue nube, una nube que hizo de la tierra fértil hogar para su semilla de
hombre.
Camina sin rumbo fijo; aunque
algunas ocasiones se deja guiar por las aves que alumbran el cielo con sus
luces de plata, él las mira nostálgico y piensa en su tierra, en su familia y
en sí mismo. Se toca el rostro con ambas manos y se da cuenta que de sus ojos
surgen fragantes plantas que empezarán a enredársele por todo el cuerpo. Muy
pocas veces se detiene a comer, pues su único alimento se encuentra en la
lluvia que algunas veces le cae tempestuosamente. Tiene miedo de sentarse, pues
la última vez que lo hizo ya no podía levantarse.
Cierta ocasión, en su andar, se
encontró con un niño que era gigante, pues media más de dos metros. Ambos
anduvieron largos años sin dirigirse la palabra. A veces este niño parecía
empequeñecerse, pero sucedía todo lo contrario. Los dos se comprobaron solos y
cada uno decidió seguir por su propio camino. El viajero se fue al norte, donde
habitan las mujeres más hermosas de La Buenaventura. Estuvo muy cerca de la
luna y su brillo, muy cerca de las esferas y su música supra-celeste.
Viajero presenció, ahí, la muerte de
uno de los grandes señores. Fue testigo de las oraciones fúnebres, de las
flores que adornaban el campo de vidrio y diamante. Observó detenidamente el
cuerpo delgado, pálido, del que antes había sido un señor. Siguió a la carroza
que era tirada por grandes cerdos domesticados. Se deleitó con los colores de
las máscaras que portaban los dolientes. Quiso tocar la túnica gastada del
sacerdote que no paraba de masturbarse frente al cadáver. Probó de aquella
carne que los demás comían el día del entierro. Se arrodilló por unos segundos
para besarle la vulva a la viuda.
Ha saltado de planeta en planeta, de
constelación en constelación. Vivió un tiempo sobre las rojas aguas de los
mares donde terminan de descomponerse los cuerpos fétidos de los animales
sacrificados a deidades desconocidas; durmió de pie al lado de los grandes
elefantes de un solo ojos y tres marfiles; se bañó en la leche de las doncellas
vírgenes que estaban al servicio de un rey ciego, sordo y mudo. Se anduvo
paseando con una hermosa mujer lisiada, carente de cuerpo. A decir verdad,
vivió con ella un tiempo indefinible, formó una segunda familia que constaba de
tres hijos, uno era un caballo, el otro un roedor con patas de castos, y el
tercero una gran huevo, que de uno de sus lados sobresalía un gigantesco árbol
que daba hogar a centenares de aves de invierno.
Este hombre dialogó con el mercurio,
con la plata y el ajenjo. Comió en la misma mesa donde se sientan las estrellas
y cometas; se prendió de la velocidad de una viajera nova estelar. Fue cobijado
con el manto de la noche terrible cuando cierra sus fauces como león
agradecido. Pero a pesar de todo esto, hay algo que no le satisface del todo,
llora por las noches lágrimas floreadas que le han pertenecido a los primeros
animales de barro; su condición de hombre y mujer le hacen sentirse solo, a
pesar que son dos personas en una, unidas por el acto quirúrgico de un Dios sin
corazón.
El viajero se siente polvo al tiempo
que se respira como ceniza. Vaga con la cabeza agachada. Se mutila poco a poco
la carne que le vuelve a crecer, e incluso más hermosa que antes. Derrama su
sangre sobre los ríos de titanio y zinc, sobre la paleta de los pintores, sobre
las hojas de escritores con ojos melancólicos.
Como todo buen viajero, pronto ha de
dibujarse en el pecho el signo del viaje eterno, sentarse sobre el gran círculo
que contiene los dos triángulos de la creación y cerrarse a la sustancia dual
de Abraxas. El número volverá a la Unidad. Podrá seguir su camino en el más
alto de los espacios, podrá enterarse que su familia habita en él, pues bajo este
punto todo son Uno y Cero.
Cero y Uno
Uno y Cero
José
J. González
Derechos reservados
La imagen y el texto aparecen por vez primera
en la revista electrónica La pluma en la Piedra